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29/09/2007

Recortes tras la niebla

Nunca sentí a Lima como una balada azul. Por aquellos años cuando vivía en ese último piso cerca del mar, ¿recuerdas Graciela?, solíamos correr por la costanera, con audífonos, mallas negras y mochilas diminutas. Escuchábamos canciones suaves, The Smiths en contraste con Lima en guerra. La ciudad comenzaba en el centro y terminaba en el barrio más alejado de los megacentros comerciales. Lima era una mujer xerografiada en un mural gigantesco y vivo. Lima éramos tú y yo con el orgullo oculto en mil caras.

Frente a los acantilados nos deteníamos, riéndonos, con nuestros húmedos cuerpos, sin hombres tras nosotras, sin asedios, atenazando la serenidad en botellas con agua mineral. Jamás te pregunté que sentías cuando corrías ni te conté lo que a mí me pasaba en el choque con la ciudad en movimiento, con la espumosa imagen de esos remolinos que se llevan algo de ti cuando corres y te caes entre astillas, vidrios rotos dispersos en las veredas después de una explosión.
Encuadres distintos por cada mirada vertiginosa a la ciudad. Mirada hacia el centro del cuerpo, la ciudad estaba en nosotras como un collage de escenas recortadas. Allí estaban los kamikazes transfigurados entre escombros y niños vagabundos que huían de los cronómetros y la algarabía de los proxenetas. Las muchachas hermosas que descansaban en piscinas no conocían a los niños errantes. Chicos vestidos de negro ensayaban canciones furibundas en garajes y azoteas. Y el sol anaranjado al fondo del encuadre era al final una mancha de sangre.

Lima en sus salones con pan de oro en las puertas, las mesas, las columnas, en medio de dictámenes y discursos. Rotura de ciudad con marcas infinitas.
Tú hablabas de túnicas sagradas, mantras e incienzos. Eras como una enorme rosa expuesta al sopor y el smog de la ciudad, extendiendo los brazos hacia el cielo con un sonrisa, alabando la mística belleza que nadie destruiría. Delicadamente sopesabas las palabras para decirme que te rendías ante la condición monástica de los santos. De soslayo acusabas mi hiératica mirada. Ya no había flores aromáticas, Graciela ni mallas negras en nuestros cuerpos.

En la diversidad está el punto de equilibrio, dicen los relacionistas públicos y en el amor al prójimo, el secreto de la vida, proclamaba el sacerdote de mi colegio. Tú tejías una bufanda roja y asentías.

Acaricia tu ipod, tu amante portátil, le dice un chico a una muchacha delgadísima en la parada del autobús. Lo he oído: suelo escuchar conversaciones en las paradas, cuando tengo los audífonos en la mochila y me desplazo en mi cuerpo alejado de la ciudad invernal. Es fugaz la huída, un golpe seco me devuelve hacia mis pasos, y entonces, recupero a la música y salgo del laberinto o es que ese es el espejismo, y me creo por un momento el minotauro que ha salido indemne sin necesitar a ningún ángel. Sin necesitar a nadie.
Ya te dije que nunca sentí a Lima como una balada azul. El sentido de la vida está en ciertas experiencias ¿lo has pensado?, como por ejemplo ver y sentir la lluvia después de un largo tiempo encerrado en un espacio oscuro, como Natalie Portman cuando en V de Venganza, susurra: Dios está en la lluvia y caen miles de gotas frescas sobre su cuerpo.

Siempre quise decirte que para mí Lima era más que mil calles sangrientas. Lima era y es la lluvia y la niebla, las huacas, los apus, Lima es la mujer mutiplicada con cicatrices y canciones ancestrales. O que Lima es la confabulación de todas las vidas y las muertes.





Aroma de shampoo de limón en el baño, ahora cuando escucho a mi corazón como si fuera un instrumento de percusión, y luego aparece el olor a fango de ciudad invernal cual fusión física en la memoria, rotura de cráneos, cuerpos tocados con dedos sucios, violados por ojos sucios a la manera de la más fea película porno. El agua que cae en el lavatorio me recuerda las calles resbaladizas en los inviernos. Lima cayendo como agua de una gran catarata, sobre las cabezas de las gentes que corren hacia sus trabajos, en cada amanecer.
No, yo no sé cómo decirte Graciela que no puedo celebrar contigo esa pureza que amas, que ya no correremos juntas por la costanera, ni me reiré contigo al borde de los acantilados oyendo a The Smiths como antes, nunca más como antes, que no quiero estar en tu reino de deidades que flotan en un templo perfumado mientras afuera la ciudad se suicida y resucita constantemente. Porque ya no soy la muchacha que bailaba con su sombra y tú no eres la chica que saltaba encima de todos los muros.
Trac, tampoco hay fantasmas que nos busquen. Tengo que buscarlos a ellos. No lo comprendes. La amistad puede ser como la canción de un vampiro. No lo comprendes.

Voy a correr por la ciudad Graciela, con otras canciones, y seré un cuerpo atravesado por el cuerpo de la ciudad, en movimiento ambos, unido por un instante con otros cuerpos, otras vidas, con la tuya, mientras prendes una vela blanca, tan lejos. ¿Ves cómo el tiempo arrastra todas las canciones?

Me voy desnuda en el recorte tras la niebla.

3 comments:

Nicho said...

Me ha encantado, Sweet Rain.

Escuché mucho a los Smiths, hace tiempo. Voveré a hacerlo, ahora.

J. Alvargonzález said...

The Smiths pueden ser la banda sonora perfecta de cualquier ciudad. Sobre todo si es invernal y fría.

Saludos

Rain en ZQ. said...

Antes de irme a dormir asomo (hoy fue un día vertiginoso, con agradables turbulencias) y los encuentro.

Cierto que hace tiempo no escucho a The Smiths, Nicho, Javo, y lo que sí hago es recuperar algunos aletazos urbanos. Eso...

Salutes madrugadores a ambos :)