No entiendo cuándo he vivido, habiendo escrito tanto. Pero lo cierto es que he vivido, y mucho, y todo está escrito.
Francisco Umbral
Contaban que este miércoles, o sea ayer incinerarían el cuerpo de Francisco Umbral, el escritor de las palabras incendiarias y la belleza abierta. Dicen que muchos los odiaban. Dicen que muchos le amaban.
Aún he leído apenas textos suyos desperdigados en internet y llegué a inscribirme en una biblioteca virtual de una universidad española para leer sobre su vida y escritos. Nicho y Edgar Quinet son sus admiradores. A su vez, para mí, ellos son preciados contactos a los cuales leo y escucho atentamente. A Francisco Umbral, llegué por ellos.
Lo que siento ahora es una sensación a ausencia: como que no llegué a subir a esa nave donde viajaba Francisco Umbral y que ahora diviso a otra en la que él ya no está. Es como un arrancamiento corporal, como si porque él se ha ido físicamente y ya no estará más en ninguna parte si no a través de sus libros, significara algo que me perturba. Luego lo racionalizo y esta subjetividad torva se desvanece o eso parece, hasta que imagino a su cuerpo incendiado. Y veo las cenizas reunidas, en contraste con el recuerdo de un hombre al que vi en fotos, con su porte dandy, al que leí en entrevistas y fragmentos de "Mortal y rosa", el libro que escribió tocando la muerte de su hijo con la delicadeza de un coloso herido.
La imagen del cuerpo desapareciendo viene: veo el vuelo de las cenizas sobre el tiempo. Cenizas y voces. Y sombras.
Conoceré a Francisco Umbral ahora que ya no existe.
En la foto tomada de Google: Francisco Umbral.
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Umbral escribía mucho de política y al hacerlo, creo yo, tenía muy en cuenta a sus amistades. Y eso es muy peligroso y muy equivocado, según me parecer.
Pero hay otro Umbral, incluso en sus artículos. Por ejemplo:
Antonio López
FRANCISCO UMBRAL
EL PAÍS - Madrid - 01-12-1979
Siete de la mañana, Antonio López, luz plata en la Gran Vía, el sol blanco, escudería del alba, en los altos cristales, y el mayor pintor de España, manchego vivo, pastorcillo velazqueño, hombre de zurrón angelical, cabrerillo, Kafka interior de la bondad, genio, Antonio López, digo, pintando esos cinco minutos de luz plena y huida, mágica y fría, cuando el sol es un golpe de gracia en el corazón del bosque de la gran calle, a esa hora desierta y desertada, y la sombra se afina profundizando la piedra hasta el origen común y mágico de la plata.Lo dicen, lo decían los amigos, los afines, los conocedores, los de siempre, y ayer mismo me lo recordaba Andrés Trapiello, joven escritor lleno de fervores intelectuales y favores naturales:
-Creo que Antoñito López se instala en la isleta Alcalá-Gran Vía y pinta cinco minutos cada mañana.
Por la tarde he estado con Antonio López en un restaurante, en su estudio, en su casa, que sigue siendo, periférica a Madrid, una casa estable y vivible de Tomelloso, con camilla de brasero y gata amorosa:
-Ahora hace mucho frío, pero a partir de la primavera voy casi todas las mañanas a pintar esos cinco minutos de luz primera en la Gran Vía. Mira el cuadro.
Aquí está el cuadro, arranque en curva ascendente de la Gran Vía, acera de Chicote, hasta el macizo rosa de la Telefónica, una realidad hiperreal a la que sólo Antonio López, el Velázquez de este nuevo Madrid monárquico, pone/quita un halo lírico como nadie más, ninguno de sus quinientos seguidores en España, como le dice García Pavón. Ahora mismo le darían diez millones en Nueva York por este cuadro.
-No lo creas, Umbral, está sin resolver, le faltan cosas.
El Kafka manchego de la pintura neovelazqueña se atormenta en la espiral de su perfección absoluta, que a los catorce años pintaba panes como Zurbarán (y Picasso dibujaba ya como Rafael: el genio no se hace esperar). Ahora tengo en torno su niña de nueve años, en barro gentil y grácil, en dibujo simplicísimamente perfecto, tengo a la niña misma, con cinco años más, y a la otra, tengo las mozas/matronas soñadas por Antoñito en sus vigilias de pintor de pueblo alucinado, corralones manchegos, un Tomelloso fosfórico de tan real, Vallecas en un abismo amarillo de descampado y tiempo.
Pero esos cinco minutos, Antonio, esos cinco minutos que te dura la luz, cuando la hay, y que es lo que tú crees que aguanta el sol, pero es lo que aguanta la inspiración, el corazón, la cabeza, la iluminación en la sombra que quiso tener y nunca tuvo Sawa y tienes tú, Rimbaud al rape con cara iluminada de pastor de nacimiento. Ese sol de cinco minutos que tú crees que da en las altas ventanas de la Gran Vía, ese sol da dentro de ti, es el sol instantáneo, cotidiano, inapresable, de nuestras apariciones interiores: la inspiración dura dos folios, he escrito muchas veces, y por eso el artículo es un género perfecto, a la medida del hombre inspirado. El sol de esa ultraverdad que es la mentira del arte dura cinco minutos, Antonio, genio, amor, y sólo da en tus vitrales interiores, en las ventanas altas, abiertas y matinales de tu alma plástica y fanática. Cuando Madrid está tan erosionado de política, tan horterizado de bingo y cafetería, tan contaminado de desinformación, crimen y smog, es importante, muy importante que Madrid se salve, como ciudad lírica, como intramadrid, gracias a este neto palurdo y exquisito de Velázquez, cálido como un gañán, escapadizo como un ángel de Rilke, que se levanta a las seis de la mañana a Fintar Madrid, la serranía poscubista de la gran calle, como Velázquez pintó la sierra azul.
Cuando medio Madrid toma el primer Metro, Ulises sindicado que acude a las sirenas de la fábrica, y el otro medio duerme el primer sueño político de la anfeta y el whisky, Antonio López, en el delta crucial de la ciudad, pinta aterido, con sus colores fríos de pintor caliente, los únicos cinco minutos de verdad y pureza que tiene Madrid en todo el día.
O este otro:
Monólogo interior con gato
FRANCISCO UMBRAL
EL PAÍS - Sociedad - 29-12-1979
Gato, amor, Rojito, tío, ahora que, escribo en el campo, ahora que monologo a solas contigo, porque te has quedado allá, en Madrid transeúnte sigiloso de los salones que se abren, más amplios ante tu brevedad, gato, violín del tigre, ahora quiero explicarte algo que tú, que sólo lees en el libro abierto del verano la tipografía de las moscas, no sé si vas a entender.Se trata nada menos que de la libertad de enseñanza, Rojito, gato, y creo que de tan levantado y malversado tema sólo puedo y debo hablar contigo, a través de tí, por lo que tienes de niño, por ese niño desescolarizado que vive en todo gato, por ese gato desaplicado que vive en todo niño.
La libertad de enseñanza, como casi todas las frases que se usan, quiere decir lo contrario de lo que dice, y quienes ahora la defienden en vagos simposios que oscilan entre el rosario en familia y Ricardo de la Cierva, lo que defienden, realmente, es todo lo contrario, es el monopolio de la enseñanza tradicional, eclesial, lega o doctora, frente a una enseñanza que incluso los sistemas más capitalistas tienen socializada: libertad para enseñar la verdad por cuenta del Estado (aunque la verdad vaya contra el Estado), veracidad en quienes enseñan, que la verdad no es absoluta, pero la veracidad incluye todas las verdades relativas o se abre a ellas, y, finalmente, gratuidad en la verdad y la libertad.
Pero me estoy poniendo muy paliza, Rojito, amor, de modo que te voy a entremeter una anécdota, que sé que te gustan como las sardinas descabezadas que te dejé al venirme. Espero que las hayas comido todas y, sobre todo, que no te haya devorado a ti ninguna sardina, que entre ellas las hay hasta feministas y tú estás muy bien dotado -demasié- para el año y medio que tienes. La anécdota es de un señor de antiguamente, filósofo y Emmanuel (no sé si también garganta profunda), que un día me dijo, cobijados los dos bajo el paraguas de su criado, que siempre le seguía con paraguas a través de la Crítica de la razón pura:
-No hay que enseñar filosofia, sino enseñar a filosofar.
No hay que enseñar teología, sino enseñar a teologizar o desteologizar el mundo por cuenta propia. Esa es la enseñanza que pagan y becan todos los Estados no teleológicos, Rojito, amor, gato sin escolarizar, niño sin apedrear (la enseñanza privada, libre y catequística sigue dando párvulos apedreadores de gatos, quizá por aquello de San Agustín):
-Los animales son máquinas.
No, Agustín, macho, no, Rojito, no, amor, ni los animales son máquinas ni la tierra se está quieta (ni Hans Küng tampoco: Teresa Badell me recomienda mucho su lectura), ni la mujer tiene menos muelas que el hombre, salvo las que le sacan en el Seguro, y si la mujer no tiene alma, quizá (salvo algunas desalmadas), es porque quizá tampoco la tiene el hombre, aunque Descartes la atase a la glándula pineal, haciendo con ella un moño, como dice mi Carlos Luis, y convirtiendo así la mismidad en una especie de chispero o caballerito de Azcoitia. Agustín García Calvo, que sí tiene alma, pues que el alma es analfabeta y sólo se expresa en latín y griego, es el único humanista/ pedagogo con moño que anda por Madrid, y llena o se le llenan las clases, sin pasar lista ni poner falta ni convertir los exámenes en una corrida de la Beneficencia y un más caballos o más opositores destripados. A eso le llamo yo, gato, libertad de enseñanza.
Los teorizantes de tercerita (página y clase) defienden la enseñanza privada porque saben que la confesional siempre devorará a la laica, por un problema de tecnoestructura divina, y me parece que se van a llevar el gato (no tú, tranquilo) al agua. Desescolarizado como vives, sin otra escuela que mi pecho, he querido monologar contigo a distancia sobre todo esto, Rojito, porque un niño es un gato locuaz hasta que le enmudece la escuela.
Por ahora vale.
Salute.
Muchas gracias Nicho.
¿Sabes que eres gentil como un soberano en su espacio...?
*
Mortal y rosa.
Mi próxima lectura, espero.
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